La Daga

El lugar al que nos dirigíamos era una construcción que asemejaba un palacio francés mezclado con un ziggurat escalonado. Había sido majestuoso, pero la sobreposición de múltiples elementos y diferentes partes derrumbadas le daban el aspecto piramidal; sudaba un aire añejo y malévolo que era obvio a distancia. Telas rojizas serpenteaban fuera de los desgastados ventanales, apenas movidas por un lento y calculador viento.

Decidido, me encaminé a la entrada. Mi ropa era cómoda como para correr de ser necesario y suficientemente gruesa en caso de que hubiera algún “accidente” en mi contra. Al cruzar el umbral, noté que mi hermano y una joven mujer estaban detrás de mí. La dama tenía un vestido rojo recargado con casi innumerables detalles en la hechura, un aire de antigüedad bien conservada era patente en su vestir y en su persona, a pesar de parecer apenas rebasar los veinte años. Con una delicada pero extrañamente bronceada mano que parecía desencajar un poco con el ambiente gótico del lugar, señaló un tramo de escaleras. Era algo ancho, probablemente tres metros sin tomar en cuenta las partes desgastadas del borde que habían alguna vez llegado hasta un barandal.

Al subir, no necesité de muchas observaciones para captar el estado desastroso del lugar. Muebles antiquísimos y destrozados se apilaban por todos lados, maderos rebosantes de polilla caían de los techos, incapaces de ser usados como travesaños; fragmentos de espejos opacos y apagadas decoraciones metálicas que fueron candelabros se mezclaban en pequeñas torres polvorientas por todo el lugar. Aún se conservaban partes del entorno, las decoraciones de la pared estaban apenas mancilladas por el tiempo y muchos de los nichos defendían majestuosos bustos de jóvenes con complicados peinados y miradas de superioridad. De entre todos los soportes para tales representaciones, uno atraía la vista porque en vez de tener una blanca estatua contenía un montón de tela aterciopelada de color negro, demasiado desgastada, parecía ostentar los agujeros en vez de intentar esconderlos. Al acercarnos, con la guía detrás de mí y mi hermano en la retaguardia, la muesca estaba a nivel del suelo, otra característica que desentonaba con las demás.

El montón de ropa saltó hacia nosotros. De entre los jirones de tela, una pequeña calavera resquebrajada parecía mirarnos con ansia. Sus huesos rechinaban con cada movimiento, de manera amenazadora extendió sus manos y rápidamente intentó tomarnos. Mi mano palpó mi cintura. ¡No traía armas! Un pequeño paso hacia atrás para tomar impulso necesité antes de soltar con fuerza una patada lateral. El cráneo crujió con el impacto.

En el suelo, el pequeño esqueleto de niño se retorcía, desgarrando aún más las telas. Sin piedad, aplasté sus restos hasta que dejó de moverse cuando el último hueso de su cabeza se rompió con un enfermizo y seco sonido.

-Vampiros.- La elocuente guía ofreció eso como la única explicación.

Los desechos apilados no parecían ofrecer ni un solo posible objeto para ser usado como arma. Continuamos caminando hacia arriba.

De las sombras, otro vampiro disecado con la boca abierta se lanzó a nuestros pies con la intención de que perdiéramos el equilibrio. Apreté mi mandíbula mientras pisaba su tórax que pasaba frente a mí cuando quiso sujetar a mi hermano. Con otro pisotón le partí la boca en dos; como aún se movía, seguí pisando sin notar que sus colmillos apuntaban directamente hacia arriba. El esqueleto se aflojó, ya sin vida natural o antinatural. Una mancha de sangre teñía la parte superior de mi calzado deportivo. El colmillo había atravesado la delgada suela y me había perforado la planta del pie, mas nunca sentí dolor. Escuché susurros arrastrados por el viento, decenas de vampiros habían olido mi sangre. Más arriba había un santuario dedicado a una virgen que jamás había visto. Su ropa era negra, sedosa y elaborada.  A pesar de perder poca sangre, mis fuerzas fallaban. La guía me miraba con deseo, mas no podía distinguir si era algo sexual o me veía como alimento. El mundo se volvió un abismo negro.

Desperté con un sonido metálico junto a mí. Una daga se había clavado junto a mi cabeza. Estaba boca arriba en otro lugar. Un muchacho de poco más de quince años me inspeccionaba con ira en los ojos. Me moví de inmediato cuando vi que levantaba su arma de nuevo en mi contra.

El piso era de concreto y no sentí dolor al apoyar mi pie derecho que, según recordaba, había sido perforado por un esqueleto de niño. Pasé con rapidez una mano por el costado derecho de mi cintura. Había una daga. Con un movimiento circular la saqué de su funda y tracé en el aire el movimiento que hubiera herido su brazo… pero no sangró. El joven había saltado hacia atrás, asustado, hasta que una sonrisa irónica se dibujó en sus labios. Tenía en mi mano el mango de The Scorpion, mi daga. Que no tenía el filo, era sólo un pedazo de empuñadura.

Maldije en voz baja. El andador en el que estaba poseía buena iluminación, aunque había arbustos muy altos en una ancha franja de varios metros, no podía escapar. Detrás de mí, una pared de flores se elevaba por encima de mi altura. Sólo había una posibilidad: usar la técnica que nunca aprendí bien en ninjutsu. Cuando el joven me atacó, giré hacia el lado opuesto de su estocada, tomé su muñeca y le golpeé el dorso de la mano. El impacto le obligó a soltar el arma que recogí y empuñé al instante.

-Fuera de aquí.- Al hablar noté que mi voz sonaba demasiado aterciopelada, no parecía mía. Era demasiado atrayente y parecía poco más que un susurro. Perplejo, miré mis manos y mi pecho, levantando un poco la camisa para comprobar si había algún cambio. Y así era, mis venas todas se veían azuladas y mi piel, aún cuando apiñonada, parecía no tener poros ni vellos, como si fuera una estatua.

El concreto bajo mis pies se onduló como si fuera la superficie de una alberca. De pronto, se volvió transparente y vi que otro hombre, tal vez de mi edad, nadaba hacia mí. Saltó del suelo transparente y lanzó dos dagas que esquivé por una mezcla de habilidad y suerte. Traía un arma más ceñida de su cinturón, que sacó cuando su torso estaba saliendo del cemento que ahora parecía agua a su alrededor, mientras que a mí me sustentaba y seguía siendo sólido y gris.

-¿Qué les pasa?- Mi enfado era obvio pero mi extraña voz brotó como la última vez. Me hubiera sentido increíblemente atractivo de no ser porque estaba defendiendo mi vida en ese momento.

-Muere.- ¡¿Cuál era el maldito problema con esta gente?! Todos me querían muerto y hablaban como si fueran telegrama que les cobrara excesivamente cara cada letra que saliera de su boca.

Se zambulló de nuevo en el cemento y a los pocos segundos el concreto volvió a ser como lo conocía. Muerto, opaco y nada líquido. Caminé por la vereda, sentidos alerta.

Un pequeño kiosco era visible en la lejanía. Parecía encontrarme en medio de un vasto jardín repleto de plantas de clima templado y seco. Una perezosa niebla de vez en cuando aparecía y se desvanecía en mi avance.

El pabellón tenía, extrañamente, paredes. Una puerta que hubiera quedado mucho mejor en un aula universitaria daba al camino. Sobre la puerta, había un símbolo: dos armas de filo cruzadas, en fondo negro. Estiré mi mano para tocar. A unos centímetros del contacto con la puerta, una mano la atravesó, con un puñal dirigido a mi corazón. Brinqué hacia atrás al momento que la puerta se volvía transparente y otro joven salía. Sus armas eran peculiares. Dos láminas en forma de pirámide que se cruzaban por el centro, de punto filoso y bordes aserrados.

-Te necesitamos muerto.- Al menos ese habló sin que le tuviera que preguntar algo.
-¿Por?- Me encantaba mi nueva voz.
-Te mordieron.- Había una determinación marcial e irracional en su voz. ¿Era por eso? Bah. Yo sabía que podría convertirme en vampiro. Me gustaba esa posibilidad.
-¿Qué te parece si me dejas ir? No puedo ganarle a tu asociación de… gente… con… dagas. Y no pienso morder gente que no se lo merezca. Esto de ser vampiro suena bien.- Aaaah, qué sexy mi voz.
-No.- Al punto fue su respuesta. Bueno. Lo intenté.

Un movimiento cruzado fue el preludio de la batalla. Por la derecha y por la izquierda llegaron sus dagas en mi contra, las esquivé con facilidad y le hice un corte en la muñeca. El afilado aparato rebotó una o dos veces contra el suelo. El pomo de mi arma se estrelló contra su nariz, mientras se hacía hacia atrás, le arrebaté su daga y tomé la que estaba tirada. Armado en cada mano, le hice un movimiento despectivo.

-Puedes irte.- Sorna. Me gustaba esa sensación al hablar. No le iba a mi actual voz, pero funcionaba.

No terminaba de pronunciar la “e” en la última palabra cuando me rodearon. El muchacho se levantó, recuperó su armamento y su mirada reflejaba exactamente el tono que yo había usado con él. Todos levantaron sus dagas contra mí y… me volví invisible y traspasable.

Perplejos, miraron a su alrededor. Me reí, tanto para burlarme de ellos como para atemorizarlos. Mi fascinante y abrumadoramente atrayente voz resonó mientras el puto despertador cumplía con su función.

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